En 1746 el científico y religioso francés Jean Antoine Nollet,
reunió aproximadamente a doscientos monjes en un círculo de alrededor
de una milla (1,6 km) de circunferencia, conectándolos entre sí con
trozos de alambre de hierro. Nollet luego descargó una batería de botellas de Leyden
a través de la cadena humana y observó que cada uno reaccionaba en
forma prácticamente simultánea a la descarga eléctrica, demostrando así
que la velocidad de propagación de electricidad era muy alta.
En 1753 un colaborador anónimo de la publicación Scots Magazine
sugirió un telégrafo electrostático. Usando un hilo conductor por cada
letra del alfabeto, podía ser transmitido un mensaje mediante la
conexión de los extremos del conductor a su vez a una máquina
electrostática, y observando las desviación de unas bolas de médula en
el extremo receptor.
Los telégrafos que empleaban la atracción electrostática fueron el
fundamento de los primeros experimentos de telegrafía eléctrica en
Europa, pero fueron abandonados por ser imprácticos y nunca se
convirtieron en un sistema de comunicación muy útil.
En 1800 Alessandro Volta
inventó la pila voltaica, lo que permitió el suministro continuo de una
corriente eléctrica para la experimentación. Esto se convirtió en una
fuente de una corriente de baja tensión mucho menos limitada que la
descarga momentánea de una máquina electrostática, con botellas de
Leyden que fue el único método conocido anteriormente al surgimiento de
fuentes artificiales de electricidad.
Otro experimento inicial en la telegrafía eléctrica fue el telégrafo
electroquímico creado por el médico, anatomista e inventor alemán Samuel Thomas von Sömmering en 1809, basado en un diseño menos robusto de 1804 del erudito y científico catalán Francisco Salvá Campillo.
Ambos diseños empleaban varios conductores (hasta 35) para representar a
casi todas las letras latinas y números. Por lo tanto, los mensajes se
podrían transmitir eléctricamente hasta unos cuantos kilómetros (en el
diseño de von Sömmering), con cada uno de los cables del receptor
sumergido en un tubo individual de vidrio lleno de ácido. Una corriente
eléctrica se aplicaba de forma secuencial por el emisor a través de los
diferentes conductores que representaban cada carácter de un mensaje; en
el extremo receptor las corrientes electrolizaban el ácido en los tubos
en secuencia, liberándose corrientes de burbujas de hidrógeno junto a
cada carácter recibido. El operador del receptor telégrafo observaba las
burbujas y podría entonces registrar el mensaje transmitido, aunque a
una velocidad de transmisión muy baja.
El principal inconveniente del sistema era su coste prohibitivo, debido
a la fabricación de múltiple circuitos de hilo conductor que empleaba, a
diferencia del cable con un solo conductor y retorno a tierra,
utilizado por los telégrafos posteriores.
En 1816, Francis Ronalds instaló un sistema de telegrafía experimental en los terrenos de su casa en Hammersmith, Londres.
Hizo tender 12,9 km de cable de acero cargado con electricidad estática
de alta tensión, suspendido por un par de celosías fuertes de madera
con 19 barras cada una. En ambos extremos del cable se conectaron
indicadores giratorios, operados con motores de relojería, que tenían
grabados los números y letras del alfabeto.
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